viernes , 17 mayo 2024
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Amor ciego, autoritario

Denise Dresser  (*)

Fuente: Diario de Yucatán

Fue una mala semana para la asediada democracia mexicana.

López Obrador anunció una iniciativa para desaparecer al INAI y a los órganos reguladores creados para promover la competencia.

Una militante del partido mayoritario fue nombrada en la Suprema Corte, donde votará como se lo pida el Poder Ejecutivo.

El gobierno rasuró el censo a conveniencia y desapareció desaparecidos, tal y como lo advirtiera Karla Quintana, la ex titular de la Comisión Nacional de Búsqueda.

En la mañanera, AMLO volvió a denostar a una periodista valiente que lo confrontó con la realidad de la violencia en el país.

Diversos reportajes documentaron la entrega de contratos millonarios a empresas recién creadas por los amigos de Andy, el hijo del Presidente.

Y finalmente, la UNAM y el Politécnico fueron sacados del Consejo de Salubridad, y reemplazados por militares.

Aun así, los propagandistas y los seducidos y los nuevos intelectuales orgánicos y los porristas continúan argumentando que todo va bien. Que la crítica a la eliminación de los contrapesos es desproporcionada. Que las alertas sobre el regreso del autoritarismo son desmedidas.

Y su argumento siempre regresa al mismo punto de partida. El Presidente es popular y su partido será reelecto. Ha aumentado el salario mínimo y disminuido la pobreza. La mayoría de la población está feliz, feliz, feliz, según las encuestas.

Pero estas defensas equiparan la popularidad con la buena gobernabilidad.

Usan una regla milimétrica para medir problemas kilométricos. Y desestiman el daño de largo plazo de la “4T” sobre una institucionalidad endeble, que no puede ser reemplazada con transferencias en efectivo, o militares haciendo la tarea de civiles, o Claudia Sheinbaum prometiendo que ella sí será transparente.

Tiene razón la magistrada Janine Otálora, del Tribunal Federal Electoral: “la democracia necesita demócratas”, y demasiados en las filas del oficialismo morenista —incluyendo sus voceros e intérpretes— no saben cómo serlo.

O sí lo saben pero han elegido ignorar el espíritu y las reglas del juego democrático, porque el desempeño económico ha sido aceptable, la propaganda del régimen ha funcionado, AMLO ha avivado las políticas identitarias y nacionalistas, la oposición no ha logrado presentar una alternativa aceptable, y la cultura de amor al emperador sigue viva.

El autoritarismo tiene fuentes de legitimidad —como lo argumenta Andrew Nathan— por irracional o contraintuitivo que parezca. Los mexicanos, sexenio tras sexenio, encumbran a sus verdugos. Les imbuyen cualidades mágicas. Los defienden aunque los resultados sean insostenibles o efímeros.

Basta con que se perciban como beneficiarios de un gobierno que los ha tomado en cuenta, como lo logró Carlos Salinas con su Programa Nacional de Solidaridad. Terminó el sexenio con 73% de aprobación, y días después estalló la crisis devaluatoria de 1994.

Pero el amor al Tlatoani es un amor ciego, y por ello no somos un país que valore principios fundacionales de la democracia o entienda por qué importan. Nuestro experimento democrático ha sido relativamente reciente; nuestra pedagogía democrática es débil; nuestra propensión a subcontratar el destino del país a un hombre providencial es histórica.

Ahora que AMLO atenta contra la libertad de expresión, la independencia judicial, la posibilidad de llevar a cabo elecciones limpias y justas, y la separación de poderes, hay demasiados dispuestos a sacrificar derechos políticos y civiles, en nombre de avances sociales.

Poner primero a los pobres ha significado poner en riesgo la poca democracia que habíamos logrado construir. Actuar en nombre “del pueblo” ha entrañado gobernar violando o torciendo los procesos democráticos, una y otra vez.

Ya deberíamos haber aprendido la lección después de Luis Echeverría, José López Portillo y Carlos Salinas. Presidentes populares que —en su momento— encabezaron transformaciones epopéyicas e inéditas, que terminaron de manera trágica porque no había quién constriñera con contrapesos la voluntad de un hombre popular.

Así como Clinton acuñó la frase “es la economía, estúpido”, para recordar el tema central de su campaña presidencial, cada persona que defienda al gobierno actual por la popularidad de quien lo encabeza debería tener tatuado en la frente “es la democracia, estúpido”. Porque sin ella, el amor autoritario siempre es una historia sin final feliz.— Ciudad de México.

denise.dresser@mexicofirme.com

(*)Periodista

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