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Rodrigo Llanes Salazar y Gabriela Torres-Mazuera (*)

El pasado viernes 28 de agosto, la Unión de pobladoras y pobladores de Chablekal por el derecho a la tierra, el territorio y los recursos naturales cumplió su sexto aniversario. Desde que se conformó en 2014, esta organización ha denunciado la compraventa ilegal de las tierras ejidales. Hasta ese año, más de 3,300 hectáreas del ejido de Chablekal habían sido parceladas y vendidas. Ubicado en una zona marcada por la especulación y el desarrollo inmobiliario de lujo, el ejido de Chablekal tiene en su padrón alrededor de cincuenta empresarios y exfuncionarios que viven en Mérida y que se han enriquecido gracias a la privatización de estas tierras.

En su defensa por el territorio, la Unión de pobladoras y pobladores de Chablekal ha conseguido que el Tribunal Unitario Agrario otorgue una medida precautoria para que 284 hectáreas de montes del polígono Misné Balam no sean vendidas, que se “mantengan en el estado que actualmente guardan”.

No obstante, violando la medida precautoria del Tribunal, el anterior comisario ejidal de Chablekal entregó 100 hectáreas del polígono Misné Balam en usufructo a dos empresarios de Mérida. Integrantes de la Unión denuncian que las autoridades están coludidas con los empresarios en el negocio de las tierras. Una muestra de ello es que el acta de usufructo fue inscrita en el Registro Agrario Nacional a pesar de que esta institución tiene conocimiento de la medida precautoria.

Ante esta situación, la Unión de pobladores y pobladores de Chablekal interpuso recursos legales ante el Tribunal Unitario Agrario y la Fiscalía General de la República en noviembre de 2019. A diferencia de los empresarios que lucran con tierras ejidales y que reciben respuestas rápidas de las instituciones agrarias, hasta el momento, la Unión no ha obtenido respuesta alguna.

El mismo viernes 28 de agosto, en la conferencia de prensa mañanera del gobierno federal celebrada en Reynosa, en la que el presidente Andrés Manuel López Obrador reivindicaba la “democracia participativa” y la participación del “pueblo” en la toma de decisiones, se dedicaron unos minutos a presentar “datos” sobre “fundaciones extranjeras que han apoyado con recursos a los opositores a Organizaciones Sociales Civiles que se oponen al Tren Maya [sic]”.

En una exposición llena de atropellos y falsedades, se señalan a fundaciones internacionales como Ford y Kellogg que han financiado a organizaciones como el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA) y el Equipo Indignación y a medios de comunicación como Animal Político. De las fundaciones se mencionan datos como que una de ellas está “vinculada” con la empresa que vende Corn Flakes y Fruti Lupis; no se dice nada del relevante papel que han tenido en la promoción de derechos humanos en América Latina y otras regiones.

El mensaje de la Presidencia es claro. De manera explícita: son fundaciones extranjeras las que pagan a organizaciones mexicanas para oponerse al Tren May; de modo implícito: no son las comunidades indígenas mexicanas las que se oponen al Tren Maya. Las organizaciones de la sociedad civil acusadas en la conferencia de prensa ya han ejercido su derecho de réplica: es completamente legal recibir financiamiento de fundaciones internacionales, así como también es plenamente lícito interponer amparos contra actos que se consideran que violan derechos. El mensaje de la Presidencia criminaliza y deslegitima a las organizaciones defensoras de derechos humanos, así como el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz justificaba la represión de los estudiantes del 68 al declarar que éstos eran financiados y manipulados por oscuros intereses extranjeros.

No es la primera vez que AMLO expresa su disgusto con la sociedad civil, aunque estas declaraciones resultan muy graves en un contexto en el que, como nos recuerda CEMDA, al menos 14 periodistas y 26 personas defensoras de derechos humanos han sido asesinadas desde que se inició el actual gobierno.

Hay que recordar que las organizaciones de la sociedad civil son diversas en sus objetivos y en sus vínculos con otras organizaciones e instituciones, incluyendo al Estado. También varían en su estatus legal, su nivel de operación —local, nacional o internacional—, tamaño y fuentes de financiamiento. La pluralidad de estas organizaciones es una fortaleza de la sociedad civil.

En México, la sociedad civil ha jugado un papel fundamental para impulsar cambios sociales progresistas, desde la exigencia y puesta en marcha de procesos de democratización política, participación ciudadana y rendición de cuentas, hasta la justiciabilidad de los derechos de grupos minoritarios, discriminados y marginalizados del acceso a la justicia, tales como los pueblos indígenas y comunidades LGBT, las víctimas de la violencia y sus familiares. Desde la década de 1970, colectivos y activistas indígenas se han movilizado por el reconocimiento de un conjunto de derechos, como la libre determinación, la autonomía y al territorio. En los últimos diez años, estas demandas políticas han entrado al plano judicial, es decir, se han convertido en demandas legales que se disputan en los tribunales y juzgados de todo el país, como el caso de la medida precautoria concedida a la Unión de pobladoras y pobladores de Chablekal.

En estas luchas, los colectivos y activistas indígenas no han estado solos, sino que han estado acompañados de organizaciones de la sociedad civil locales, nacionales e internacionales, así como de fundaciones internacionales. Gracias a estas redes y “estructuras de soporte” —como les llama Charles Epp—, sectores de la sociedad históricamente marginados y excluidos del acceso a la justicia han podido empoderarse para luchar sus derechos, han construido estrategias jurídicas sólidas que se sustentan en marcos legales de orden nacional e internacional y han logrado presentar sus demandas ante la Suprema Corte de Justicia Nacional y órganos internacionales de derechos humanos de las Naciones Unidas y el Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Todo este trabajo requiere financiamiento.

Así, el Equipo Indignación ha acompañado a la Unión de pobladoras y pobladores de Chablekal en su lucha legal por la defensa del territorio, así como a las comunidades mayas que sufren los efectos de la siembra de la soya transgénica y las fumigaciones de agroquímicos, al pueblo de Homún que defiende los cenotes frente a una megagranja porcícola, por citar algunos de los casos más conocidos.

Del mismo modo, la Fundación para el Debido Proceso, otra organización aludida por la Presidencia de la República, ha brindado asistencia técnica a organizaciones de derechos humanos de la región y ha realizado investigaciones serias sobre problemáticas como el derecho a la consulta previa y la jurisdicción agraria en México. En este último tema, incluso ha conducido un programa de formación en derechos humanos para funcionarios de la Procuraduría Agraria, en alianza institucional con esta institución federal.

El Tren Maya es una más de las preocupaciones en materia de derechos humanos en la región. Por la envergadura del proyecto y los impactos que se estima que provocará, resulta esperable que las organizaciones de derechos humanos se ocupen del tema. Sobre todo porque el Estado mexicano no ha cumplido con sus obligaciones internacionales con respecto al Tren Maya. La consulta a comunidades indígenas que realizó en noviembre y diciembre de 2019 no cumplió con los estándares internacionales de derechos humanos, tal como lo expresó la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.

El gobierno federal se ha defendido de las críticas señalando que la mayoría de las personas que participaron en la consulta aprobaron el proyecto. No obstante, no sabemos si la respuesta sería la misma si la consulta se hubiese realizado en apego a los estándares internacionales: ¿cuál sería el resultado si hubiesen participado más sectores de las comunidades y no solo las autoridades municipales y ejidales?, ¿si en vez de que solo se organizaran asambleas en fechas y lugares definidos por el Estado se hubiesen retomado diversas formas de tomas de decisiones de las comunidades?, ¿si en lugar de recibir información general sobre el tren se hubiese informado sobre toda la magnitud del proyecto, incluyendo los polos de desarrollo y una evaluación preliminar de sus impactos sociales y ambientales? Todas estas son cuestiones que deberían preocupar a un presidente que reivindica la democracia participativa.

Por razones como las anteriores, diversas organizaciones y activistas se han opuesto al Tren Maya y tienen todo el derecho de hacerlo. Como ha observado el abogado Luis Pérez de Acha para el caso Lozoya, “la justicia se imparte en un doble foro: las mañaneras, las conferencias matutinas del presidente Andrés Manuel López Obrador, y los procedimientos legales ante dos jueces federales”. En el caso Lozoya, la batalla legal aún es endeble, pero la mediática ha sido claramente exitosa. De modo similar, en el caso Tren Maya, tanto la consulta indígena como la Manifestación de Impacto Ambiental de la primera fase del proyecto tienen numerosas deficiencias que han sido documentadas y denunciadas.

El gobierno de AMLO, en lugar de dar respuesta a esos señalamientos, prefiere librar una guerra mediática que estigmatiza y criminaliza a las organizaciones y personas defensoras de derechos humanos.

Investigador del Cephcis-UNAM e investigadora del Ciesas Peninsular

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