domingo , 5 mayo 2024
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El muro de Berlín y yo

  • El jueves 9 de noviembre de 1989, una fecha inolvidable

Por: Franck Fernández Estrada(*)

Fuente: Diario de Yucatán

Aquel jueves 9 de noviembre de 1989, desde hacía varios días tenía invitados en mi casa de París. Era un matrimonio que me enviaban los amigos de Miami porque ella, Anita, tenía un cáncer terminal. Habían liquidado todos sus haberes en la ciudad floridana para intentar “in extremis” un tratamiento contra el cáncer aún no aprobado para la fecha en  Estados Unidos, cuando sí lo estaba en Francia. Anita tenía un hermano que años atrás había sido la pareja de una señora italiana, condesa, que vivía en el muy elegante Boulevard Saint-Germain y, como la condesa siempre tuvo muy buena relación con mi invitada, pues Anita la llamó para que supiera que estaba en París y el motivo de su estancia.

Esa noche la italiana nos invitó, a todos, a una espléndida cena en su muy elegante apartamento. Aquella cena terminó tarde y, de regreso a casa, tomamos un taxi para llegar a casa y descansar. A la mañana siguiente cuando me desperté puse las noticias en el televisor y me enteré de lo que había pasado, incluso antes de que nos acostáramos a dormir. El presidente interino de la RDA, Günter Schabowski -ahora dicen que por equivocación y por una mala la interpretación- le dijo a un periodista de la NBC, Tom Brokav quien participaba en una rueda de prensa, que las fronteras entre los dos Berlines estaban abiertas.

A la pregunta del periodista cuándo, Schabowski respondió: -Desde este momento. A raudales corrieron a los puntos de control fronterizo los berlineses orientales, el lado comunista, a presionar a los guardafronteras para que los dejaran pasar. Los pobres policías no habían sido informados de estrictamente nada y la enorme cantidad de personas anunciaba que pronto las cosas se saldrían de control. En un momento incluso pensaron en dispararle a la multitud, como dijeron más adelante. Sin siquiera haber recibido la orden de sus jefes, el responsable del más importante punto de control fronterizo, el Checkpoint Charlie, dio la orden de que se levantaran las barreras de la frontera. Eso pasó ya de madrugada y los antiguos Trabants, Wartburgs alemanes y los Ladas soviéticos, amén de aquellos que iban a pie, atravesaron la frontera a caminar por las calles de Berlín, lo que no habían podido hacer desde hacía 38 años.

No es necesario decir que yo, de lágrima fácil, me pasé llorando todo ese día. Y mis lágrimas no eran gratuitas. Había tenido la oportunidad de vivir en Berlín oriental en 1980, casi un mes, en la Prenzlauer Allée, una de las principales avenidas del Berlín comunista. En aquella época, incluso toqué la puerta de la embajada de un país sudamericano para saber si ellos podían de alguna forma ayudarme a cruzar el muro. Es obvio que tuve un rotundo no como respuesta.

El muro inicial, que se levantó el 13 de agosto de 1961 y que durante semanas tuvo bastantes puntos de escape, se había ido haciendo cada vez más infranqueable. La barricada inicial con alambre de púas había dado lugar primero a un gran muro de varios metros de altura, detrás del cual había una tierra de nadie dentro del territorio de la capital de la RDA. Muchos edificios fueron derribados para dar lugar a esta tierra baldía de casi unos 100 m de ancho. Esta zona estaba electrificada y tenía minas antipersonales, también zanjas para impedir el paso de coches. Cada cierta cantidad de metros había grandes miradores que mantenían iluminada toda esta tierra baldía cuando se iba el sol. Detrás de esta tierra baldía de nadie había otro muro, de la misma altura que el primero e, incluso con todos estos obstáculos, uno no podía acercarse a menos de una cuadra de este segundo muro (y las cuadras de Berlín son largas). Todo el complejo debía tener no menos de 200 m de longitud al que uno ni siquiera se podía acercar. Militares con ametralladora en mano disuadían el intento. Yo tenía amigos en ambos Berlines y vine a visitar a uno de ellos que residía en Berlín capitalista. Era en la época en que todavía solo tres compañías de aviación tenían derecho a aterrizar en el aeropuerto internacional Tegel, viejo y mal instalado en Berlín occidental, utilizando corredores aéreos.

Eran las compañías insignias de los tres países aliados que habían ganado a los alemanes y que mantenían territorios de ocupación dentro del Berlín capitalista. Por la parte británica estaba British Airways que, al salir de Londres y antes de llegar a Berlín, hacía una escala en Hamburgo. Estaba la Pan Am que, antes de llegar a Berlín, hacía escala en Munich y estaba Air France que, antes de llegar a Berlín, tenía escala en Sttutgart. Todo esto era con la intención de unir las ciudades de la RFA con el Berlín capitalista.

Yo había tenido que ir a Munich por cuestiones de trabajo y decidí desde allí volar a Berlín capitalista y, al mismo tiempo, visitar a mis amigos del lado capitalista de la ciudad. Era evidente que mi intención era también visitar el muro desde el lado capitalista. Allí las personas, los del “lado malo” no solo tenían la posibilidad de acercarse al muro, sino tocarlo. De hecho, todo el muro era como un gran panel gigante donde cada cual venía a escribir su nombre o a dejar su graffiti. Pero no solo eso, cada cierta cantidad de kilómetros habían instalado unos parapetos de madera que permitían ver desde su plataforma superior el otro lado del muro, toda la tierra de nadie, el segundo muro y a todos los policías de la RDA vigilando. Ese fue el día de mi confirmación como anticomunista. ¿Cómo era posible que “los buenos” no permitieran ni acercarse al muro y “los malos” no solo permitían acercarse, sino tocarlo y subirse en el parapeto para poder ver el otro lado?

Pero volvamos a aquella fecha del jueves 9 de noviembre de 1989. Evidente que yo tenía que ir a Berlín para poder yo también darle golpes a ese muro que, también a mí, me había impedido la libertad. Cuando pasó casi un mes de estos eventos, tomé otro avión. Ya era posible atravesar la frontera con mucha mayor facilidad. Solo con mi pasaporte francés me dejaban pasar los militares de la RDA. Estaba en ese momento con mi amigo Matías, que entonces vivía con su familia a las afueras del Berlín comunista, en el poblado de Oranienburg, y me dice: -Ten cuidado con tu dinero. Yo traía una coqueta suma de marcos occidentales. Yo entendí que al decirme “cuidado” me advertía de que no me lo robaran. Lo que él me quería advertir era que los guardafronteras me iban a pedir vaciar mis bolsillos. Así fue, me confiscaron esa cantidad de dinero, que seguramente después se repartieron entre ellos.

Al llegar a Berlín comunista, tuve la posibilidad de visitar a mis amigos, de visitar los maravillosos museos que estaban de ese lado de la ciudad, los lugares que me gustaban visitar, entre ellos el Palace Hotel, donde había una cafetería con una preciosa vista sobre el Dom de Berlín, aún no reconstruido para esas fechas, para disfrutar de un buen pastel y de una Pepsi Cola.

El cincel y el martillo lo alquilaban delante del muro y allí, aquellos que me los alquilaron, me tomaron una fotografía que hoy es preciosa para mí, mientras yo golpeaba y sacaba pedazos del muro. Regalé muchos pedazos, solo me quedé con el mayor de ellos. Desde entonces he vuelto otras veces, esta vez por periodos largos, a Berlín, pero, a pesar del tiempo pasado, existe como una frontera invisible. Los habitantes del que fue un lado de Berlín apenas visitan el otro lado. Aquellos cientos de kilómetros de separación se redujeron a una línea de adoquines de color crema en el piso marcando el lugar donde otrora estuvo el muro inicial.

Los detractores a mi escrito dirán que ha habido muchos otros muros en la Historia, incluso en la Historia reciente, como el que ha querido levantar Donald Trump entre Estados Unidos y México con la idea de combatir la inmigración ilegal, pero mi respuesta es rápida e irrefutable. Todos los muros han sido construidos para impedir la entrada de extraños. Este de Berlín ha sido el único de la historia que ha servido para que su propia gente no pueda salir de su país.

(*)Traductor, intérprete y  filólogo.

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