jueves , 28 marzo 2024
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Rodrigo Llanes Salazar: Llamar a la solidaridad

Mirada antropológica

Rodrigo Llanes Salazar (*)

Fuente: Diario de Yucatán

Al momento de escribir estas líneas, las autoridades federales habían reportado 251 casos de personas infectadas por el COVID-19 y dos personas muertas por el virus. Unas horas antes, el presidente Andrés Manuel López Obrador había advertido una crisis económica debido a la pandemia y la caída de los precios internacionales del petróleo. Todo parece indicar que se aproximan tiempos difíciles.

Frente a estos momentos adversos, hay que reiterar los llamados a la solidaridad.

El filósofo esloveno Slavoj Žižek ha cuestionado a la “falsa izquierda” que sostiene que las medidas de distancia y aislamiento promovidas por los gobiernos buscan atrincherarnos y profundizar nuestro individualismo y egoísmo. En cambio, dice esta falsa izquierda, debemos ser solidarios, saludarnos de mano. Žižek afirma que evitar darnos la mano y aislarnos cuando es necesario es la verdadera forma de solidaridad (“The Philosophical Salon”, 16-3-20).

A fines del siglo XIX, el sociólogo francés Émile Durkheim dedicó varias investigaciones al problema de los lazos que mantienen unida a una sociedad. A esos vínculos los llamó “solidaridad”. En algunas sociedades, las consideradas “tradicionales”, son las creencias y actividades en común las que mantienen unido a un grupo. En sociedades “modernas”, en cambio, es principalmente la división del trabajo la que produce cohesión en los grupos, ya que los vuelve dependientes los unos a los otros.

Aunque sus teorías han sido cuestionadas por muy diversas autoras y autores, me parece que una lección valiosa de la obra de Durkheim es la tesis de que la solidaridad y las relaciones sociales son “externas” y “coercitivas” a los individuos. Pensemos por ejemplo cuando las personas no sabemos si estamos vestidos de manera apropiada para un determinado evento. Uno puede sentir nervios y ansiedad por las reacciones de las demás personas. Aunque nadie nos haya dicho algo al respecto, esos nervios y ansiedad son una manifestación de lo social, de las formas de pensar y actuar que son externas y coercitivas para nosotros, que, desde fuera, influyen en nuestra acción.

Como la división del trabajo estudiada por Dukheim, el COVID-19 nos ha mostrado lo interdependientes que somos los unos de los otros. La solidaridad, entendida como los lazos sociales que nos unen, no tiene que ser material, física. No tiene que expresarse en apretones de manos o abrazos. Como argumenta Žižek, la solidaridad, en estos momentos, consiste en aislarse, en cuidarnos a nosotros para cuidar a los otros.

Para algunos analistas, el autocuidado y todas aquellas “tecnologías del yo” —como las llamó el filósofo francés Michel Foucault— son formas de alimentar el individualismo que resulta muy funcional al neoliberalismo. “Yo debo ser el responsable de mi salud, no el gobierno”, es el razonamiento de esas tecnologías del yo. Me parece que en estos momentos se ha hecho más visible que el autocuidado no tiene que sucumbir en el egoísmo, sino que puede ser solidario, transformarse en el cuidado de las otras personas, como observa Žižek. Incluso, el autocuidado se ha expresado en demandas francamente anti-neoliberales, como en la exigencia de una cobertura de salud universal y gratuita.

Pero el autocuidado como acto solidario no es suficiente. Sí, quienes podamos, acatemos las recomendaciones: lavarnos las manos con agua y jabón por veinte segundos; quedarnos en casa; trabajar en casa, si es posible. Pero no olvidemos que no todas las personas tienen agua —mucho menos jabón— con la que lavarse las manos. Que no todos tienen una vivienda a la cual retirarse. O, si la tienen, viven en condiciones de hacinamiento y antihigiénicas. Que miles de mujeres sufren más violencia al interior del hogar que fuera de él. Que no todas las personas pueden trabajar desde su casa, ya sea por la naturaleza de su actividad laboral, por condiciones de explotación o precariedad o, simplemente, porque no tienen empleo. Así, mucho se ha dicho que el COVID-19 no discrimina, que infecta a todas las personas por igual.

Pero, como ha escrito la filósofa Judith Butler, “la desigualdad social y económica asegurarán que el virus discrimine. El virus por sí solo no discrimina, pero los humanos sí lo hacemos, formados y guiados como estamos por los poderes entrelazados del nacionalismo, racismo, xenofobia y capitalismo” (Verso Books, 19-3-20). Aunque el actual coronavirus es un fenómeno verdaderamente global, que atraviesa nuestras artificiales fronteras nacionales, nuestras acciones humanas sí que pueden tener un impacto diferenciado según la clase, el género, la nacionalidad, la etnia y cualquier otra categoría que los humanos hemos inventado para diferenciarnos los unos de los otros.

Por eso, diversas organizaciones de derechos humanos han hecho un llamado para que las medidas que los estados toman con respecto al COVID-19 sean desde un enfoque de derechos. Esto implica, entre otras cosas, prestar especial atención a las personas y grupos en condiciones más vulnerables —como adultos mayores, migrantes, personas sin vivienda o viviendo en hacinamiento, con VIH, entre otras—. Asimismo, aunque se tomen algunas medidas que limiten derechos como a la movilidad, la libre asociación o la realización de eventos “culturales”, siempre se tiene que respetar la dignidad e integridad de las personas.

En estos días las personas hemos exigido al Estado que actúe para contener el COVID-19 y, ciertamente, las autoridades han tomado medidas al respecto. También hemos llamado a ser solidarios y a quedarnos en casa. Pero nuestras exigencias al Estado y nuestros llamados de solidaridad no pueden estar completos si no incluimos a ellos a las personas que, por su edad, condición de vivienda, nacionalidad o género, sufra o pueda sufrir más los efectos del virus y de la crisis por venir.

rodrigo.llanes.s@gmail.com

Investigador del Cephcis-UNAM

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