viernes , 19 abril 2024
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Rodrigo Llanes Salazar: De las sustancias tóxicas

Mirada antropológica

Rodrigo Llanes Salazar (*)

Fuente: Diario de Yucatán

“Si la Carta de Derechos no contiene garantía de que un ciudadano será protegido contra venenos letales distribuidos ya sea por personas particulares, ya por funcionarios públicos, ello se debe seguramente a que nuestros antepasados, a pesar de su considerable sabiduría y previsión, no podían concebir semejante problema”, escribió la bióloga Rachel Carson en su influyente libro de 1962 “Primavera silenciosa”.

Las diez primeras enmiendas de la Constitución de los Estados Unidos a las que se refiere Carson fueron aprobadas en 1791 y, en efecto, no contienen referencias a protecciones contra venenos letales, ¿cómo podían hacerlo?

No obstante, si consideramos que, como observa Carson, “desde mediados de la década de 1940 se han creado más de doscientos productos básicos para matar insectos, destruir malas hierbas, roedores y otros organismos clasificados en el lenguaje vulgar como ‘plagas’”, sí resulta más inquietante constatar que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada en 1948, tampoco haga mención alguna a plaguicidas y otras sustancias químicas peligrosas para los seres humanos.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos responde en cierta medida a los “actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad” que se cometieron en las guerras mundiales. Por eso, la Declaración afirma que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, sin importar si son judíos, comunistas, homosexuales o gitanos. Ninguno de ellos debe ser detenido arbitrariamente ni convertirse en esclavo o siervo en campos de concentración. Ninguno debe ser torturado o tratado cruelmente para confesar información.

Así como el moderno sistema universal de derechos humanos es en parte resultado de los horrores de la guerra, también la industria de sustancias químicas “es hija de la segunda guerra mundial”.

Como escribe Carson, “en el curso del desarrollo de agentes para la guerra química se descubrió que algunas de las sustancias eran letales para los insectos. El hallazgo no se produjo por casualidad: los insectos fueron extensamente usados para probar los productos químicos como agentes de muerte para el hombre”.

Aunque la Declaración Universal, de 1948, y los dos pactos internacionales (de derechos civiles y políticos y de derechos económicos, sociales y culturales) adoptados en 1966 no hagan mención explícita a sustancias tóxicas y peligrosas como elementos que pueden violar derechos humanos, desde la publicación de 1962 del libro de Carson ha crecido la conciencia sobre los efectos que dichas sustancias tienen en los seres humanos, otros seres vivos y en el planeta entero.

En 2018, en el contexto de la conmemoración del 80 aniversario de la Declaración Universal, el periódico británico “The Guardian” invitó a escritores, periodistas y académicos a escribir sobre “derechos humanos para el siglo XXI”. Bill McKibben escribió sobre el “derecho a un planeta habitable”, reconociendo que “tiene sentido que la Declaración original de derechos humanos ignore a la Tierra —la Tierra era el trasfondo de la historia humana—”. La Tierra era el trasfondo de los grandes dramas: tiranías, guerras, opresiones, rebeliones. Pero ahora, afirma McKibben, “hemos comenzado (lentamente, tal vez muy tarde) a entender lo que podemos hacerle a la Tierra, y lo que la Tierra dañada puede hacernos de vuelta”. De acuerdo con McKibben, este reconocimiento comenzó con el libro de Carson.

Por todo lo anterior, McKibben propone que “es necesario postular un nuevo derecho: que los humanos debemos ser protegidos de las fuerzas que pueden dañar los sistemas de la Tierra”. Fuerzas como la industria de petróleo o los agronegocios. “Ningún otro derecho puede ser garantizado en un planeta inestable”.

Desde luego, el daño a la Tierra es un daño también a nosotros mismos. Diversos estudios científicos han documentado cómo, a partir de la Segunda Guerra Mundial, la exposición a radiación y a sustancias químicas se ha vinculado al aumento del cáncer de mama y a la disminución de la calidad del esperma. [1]

Afortunadamente, como ha reconocido recientemente Baskut Tuncak, relator especial de las Naciones Unidas sobre las implicaciones para los derechos humanos de la gestión y eliminación ecológicamente racionales de las sustancias y los desechos peligrosos, “desde que Rachel Carson lanzara en 1962 su advertencia sobre los riesgos de las sustancias tóxicas, algunos Estados han tomado medidas adecuadas para prevenir la exposición individual y comunitaria a sustancias y desechos peligrosos”, como el gobierno de Suecia, que ha elaborado “especificaciones para un ambiente no tóxico”.

Así, en las últimas décadas se ha desarrollado un marco normativo para tratar las sustancias tóxicas desde un enfoque de derechos humanos. En 1998 se adoptó el Convenio de Róterdam sobre el procedimiento de consentimiento fundamentado previo aplicable a ciertos plaguicidas y productos químicos peligrosos objeto de comercio internacional, el cual, como su nombre lo indica, establece el consentimiento previo y fundamentado a la importación y exportación de sustancias químicas peligrosas.

Asimismo, en 2001 se adoptó el Convenio de Estocolmo sobre los Contaminantes Orgánicos Persistentes que regula el tratamiento de sustancias tóxicas.

Este instrumento regula y prohíbe varias de las sustancias químicas denunciadas por Carson en “Primavera silenciosa”, como el DDT, el heptacloro, el dieldrín, el aldrín y el endrín.

El Estado mexicano forma parte de ambos convenios, por lo que está obligado a cumplir con sus disposiciones.

Por otra parte, tanto desde el sistema universal como el interamericano de derechos humanos se ha abordado cada vez más el problema de las sustancias tóxicas en relación con una serie de derechos, particularmente a la salud y un medio ambiente sano. Recordemos que los derechos humanos son interdependientes.

Así, tratar las sustancias tóxicas como un problema de derechos humanos implica abordar los derechos a la vida (a una vida digna), a la integridad física, a la salud, a un medio ambiente sano, al agua, a la alimentación, a un trabajo seguro y saludable, a formar una familia, a la información, entre muchos otros.

No es necesario que la Carta de Derechos de Estados Unidos, la Declaración Universal o los Pactos internacionales refieran explícitamente a las sustancias tóxicas.

Una interpretación evolutiva de los derechos argumentará cómo estas sustancias representan violaciones a los derechos. Por poner solo un ejemplo, Tuncak ha planteado cómo la exposición a sustancias tóxicas puede constituir una forma de tortura: “al igual que otras violaciones de los derechos humanos que afectan a la integridad física, las enfermedades y discapacidades causadas por la exposición a sustancias tóxicas son crueles, inhumanas y degradantes. Pueden incluir el insoportable dolor del cáncer y la asfixiante tortura de las enfermedades respiratorias” (A/74/480).

Por eso Tuncak se refiere a la exposición a las sustancias tóxicas como una “violencia invisible” y algunos académicos emplean el concepto de “violencia lenta” —es decir, no una violencia inmediata, claramente visible, sino una que va en aumento y se acumula muchas veces de modo invisible— para hacer notar el sufrimiento provocado por dichas sustancias. [2]

En el caso de Yucatán, estudios como los de Julia Pacheco, Ángel Polanco, Norma Pérez, Flor Arcega, entre otros, han documentado la contaminación del agua subterránea —nuestra principal fuente de abastecimiento de agua—, la presencia de glifosato y otros agroquímicos cancerígenos en sangre y leche materna, así como la exposición de niños de Ticul a arsénico, cromo, mercurio, benzeno, entre otras sustancias vinculadas con el desarrollo de daño renal, diversos cánceres y afectaciones al sistema neurológico.

Igualmente, integrantes de la comunidad de Dzonot Carretero y la organización Equipo Indignación han denunciado fumigaciones de agroquímicos que han causado la muerte masiva de abejas, de plantas melíferas, la pérdida de cultivos y daños a la salud.

Es claro que el Estado no está cumpliendo con su obligación de prevenir la exposición a sustancias y desechos tóxicos y peligrosos ni a otros derechos derivados como el de proporcionar información pertinente, disponible, accesible y funcional para todos sobre los peligros de las sustancias tóxicas y alternativas a ella. Por lo tanto, es necesario abordar el problema de estas sustancias también desde un enfoque de derechos humanos, con miras a construir una península de Yucatán no tóxica.— Mérida, Yucatán

1. Gray, Janet M. Et al., “State of the evidence 2017: an update on the connection between breast cáncer and the environment”, Environmental Health (2017):16:94; Carlsen, Elisabeth et al., “Evidence for decreasing quality of semen during past 50 years”, BMJ 305 (1992); Levine, Hagai et al., “Temporal trends in sperm count: a systemic review and meta-regression analysis”, Human Reproduction Update (2017).

2. Nixon, Rob. Slow violence and the Environmentalism of the Poor, Harvard University Press (2011); Ahmann, Chloe, “‘It’s Exhausting to Create an Evento ut of Nothing’: Slow Violence and the Manipulation of Time”, Current Anthropology (2018) 33:1.

rodrigo.llanes.s@gmail.com

Investigador del Cephcis-UNAM

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