viernes , 17 mayo 2024
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El sudor, un mal mortal

Frank Fernández (*)

Publicado en Diario de Yucatán

Cuando era niño, al pasar delante de un cementerio, mis padres me decían que este era el único lugar donde realmente éramos iguales. Y esto es cierto. Pero podemos decir que si bien todos somos iguales en la muerte, no todos los somos ante la muerte.

Me explico. Una persona con un estilo de vida sano, buena alimentación y posibilidades económicas que le permitan consultar a buenos especialistas y comprar los medicamentos apropiados, ante una enfermedad definitivamente está mejor preparada en una lucha entre la vida y la muerte. De ello podemos concluir que ante una enfermedad, o incluso una epidemia, unos están mejor preparados que otros para enfrentar a la parca. Lo lógico es pensar que son los jóvenes de buenas condiciones económicas y sociales los que están más listos. Pero en la historia hubo un caso muy específico en el que precisamente ser joven y de buena condición social aumentaba tus posibilidades de perder la partida contra la huesuda.

Estoy pensando específicamente en una epidemia que apareció durante un periodo de tiempo muy reducido y que, al menos en sus inicios, se limitó a una zona geográfica muy específica: Inglaterra, de ahí el nombre de sudor anglicus, que en latín significa “sudor inglés”.

Los años 1480 fueron testigos de una terrible guerra civil en Inglaterra entre 2 familias que se disputaban el trono de ese reino: la familia de Lancaster y la familia Tudor. Esta guerra pasó a la historia con el nombre de La Guerra de las 2 Rosas, porque el símbolo de la familia Lancaster era una rosa blanca y el de los Tudor era roja. Existe en Gales un pequeño poblado que se llama Boswoth que fue testigo de una de las últimas batallas entre estos bandos rivales. Tuvo lugar el 22 de agosto de 1485 y esta batalla le dio la victoria al bando Tudor.

Al llegar los contendientes a Londres, de inmediato se desató una enfermedad que pronto se convirtió en epidemia. Lo raro de esta epidemia es que era algo nunca antes visto. Los síntomas comenzaban como un resfrío, dolor de cabeza, náuseas, escalofríos y de ahí de inmediato se pasaba a un estado de gran sensación de calor, gran somnolencia y, cosa muy característica, una gran sudoración con un sudor amarillento y pestilente.

Las personas morían deshidratadas porque los médicos de entonces, siempre despistados, creían que no se le debía dar de beber a los enfermos. Lo significativo es que atacaba no a niños, no a adultos mayores, no a mujeres, sino a hombres jóvenes y, más específico aún, de posición acomodada.

La pobre víctima sucumbía a su enfermedad tan rápido como en 4 horas y, si lograba pasar las 24 horas, se podía considerar que el enfermo estaba fuera de peligro. Después de 1485, fecha en la que apareció y desapareció la enfermedad en muy pocos meses, hubo otras 4 olas de ataque: 1507, 1517, 1528 y 1551. Una de las víctimas más importantes de esta misteriosa epidemia fue el príncipe Arturo, príncipe de Gales, al que habían casado con Catalina de Aragón, la hija menor de los Reyes Católicos de España. Después de la muerte de Arturo, heredero del trono inglés, se casó con su cuñado Enrique, que pasó al trono con el título de Enrique VIII. Fue este rey el que produjo el cisma entre Roma y Londres creando la conocida Iglesia Anglicana.

Lo raro de todo esto es que la epidemia nunca llegó a pasar las fronteras del norte de Inglaterra y en muy contados casos salió de este país. Se vieron casos en Calais, del lado francés, y en Amberes, en la actual Bélgica, pero es lógico concluir que se presentó allí porque estos puertos tenían una importante actividad económica, con Inglaterra. Solo durante la última ola, la de 1551, la enfermedad atravesó fronteras, atacando fundamentalmente países del centro y norte de Europa: Polonia, Alemania, Suecia, Lituana, Suiza y Rusia fueron afectados. Los soldados turcos que le hacían el bloqueo de Viena bajo las órdenes de Solimán el Magnífico también fueron víctimas de esta enfermedad y fue una de las razones por las que el imperio austriaco se salvó de la conquista turca. Ante el desconocimiento y el miedo, el ser humano inventa cosas.

Decían que en Londres los hombres extranjeros que allí vivían no eran afectados por la enfermedad. Esto no dejaba de hacer pensar que era un castigo divino a los ingleses por haberse alejado de Dios.

Lo cierto es que la enfermedad desapareció como llegó, de forma imprevista y sin que nadie pudiera dar ninguna explicación (y menos en aquella época).

Actualmente los científicos creen que el patógeno que tanto daño causó podría ser un hantavirus o quizás un bacilo, el conocido como bacilo del carbunco. El bacilo del carbunco produce una enfermedad con la que la piel se pone negra, como si fuera de carbón, de ahí su nombre. De hecho, el síntoma de la piel ennegrecida no era uno de los síntomas del sudor inglés.

Solo se podrá saber cuál fue ese asesino oculto si los científicos deciden hacerle pruebas de ADN a las víctimas de esta enfermedad, el sudor anglicus.

Traductor, intérprete y filólogoaltus@sureste.com

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