miércoles , 8 mayo 2024
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Revisitando mis más viejos recuerdos

Frank Fernández Estrada *

Fuente: Diario de Yucatán

Es increíble los viejos recuerdos que puede guardar la memoria de un niño. Es evidente que, para que un evento permanezca de forma imborrable en la memoria de un niño muy pequeño, tiene que haber sido un acontecimiento de envergadura.

Cuando llegó el comunismo a Cuba, yo tenía solo cinco años. Sin embargo, recuerdo perfectamente cómo eran las tiendas por departamentos, los supermercados, las famosas “bodegas” cubanas.

El más antiguo de mis recuerdos es de febrero de 1957. Necesariamente tenía solo dos años y medio, dado que nací en agosto de 1954. Era un domingo de Carnaval. A mi querido primo Pablo (10 meses menor que yo) y a mí nos habían disfrazado de “cowboys” con trajes negros y rojos.

Aún estábamos en casa de mis abuelos. Mi primo y yo jugábamos en el balcón sentados en el piso, tirándonos una pelota de bolos. En algún momento mi pobre primo hizo algo que a mí no me gustó. No dudé en coger un bolo de madera y con él le di un fuerte golpe en la cabeza.

Mi primo Pablo cayó de espaldas, sin sentido. Mi tía Aurelia, que estaba de visita en Cuba, con mi prima Susana, aún bebé en brazos, nos “cuidaba desde lejos” mientras se balanceaba en un sillón. Recuerdo que se levantó y salió corriendo al fondo de la casa a pedir ayuda mientras gritaba: —¡Lo mató, lo mató! Más tarde nos fuimos a ver el desfile de carros alegóricos en la Avenida del Malecón.

Había una avioneta que volaba de un lado al otro del Malecón. En algún momento esa avioneta cayó al mar y yo lo vi con mis propios ojos. Estábamos en la acera contraria a aquella donde se encuentra el muro del Malecón. Recuerdo cómo mi madre tomó mi mano izquierda, se metió por delante de un carro alegórico con jóvenes, todas hermosas con sus trajes de tul de color rosa, amarillo y azul pastel. Ella me paró en el muro del Malecón con la casi imposible misión de ver algún sobreviviente de la caída de la avioneta.

Otro viejo recuerdo que tengo está relacionado con la historia de mi país, cuando la oposición declaró una huelga general contra el presidente Fulgencio Batista. Nadie fue a trabajar. Tenían las calles cerradas y el transporte público tampoco funcionaba.

Por esa razón por la que la “negra Evangelina”, como cariñosamente le llamábamos en casa, no pudo llegar desde su popular Pogolotti en Marianao para ocuparse de las tareas domésticas. Para mi madre, que era enferma por la limpieza, aquello de huelga general no era óbice para dejar de limpiar un solo día la casa.

Para mi madre, limpiar la casa significaba tirar cubos de agua. Mi padre y yo molestábamos dentro de la casa con tanta agua. Nos mandó a sentarnos a la escalera que unía los diferentes pisos del edificio. En un momento determinado allí mi padre y yo también molestábamos, porque la escalera también se limpiaba a puro cubo de agua y mi madre nos pidió que nos fuéramos a “casa de los viejos”, a solo tres cuadras, donde vivían mis bisabuelos y mis dos tías abuelas a las que se les había escapado el tren del matrimonio.

A pesar de estar tan solo a tres cuadras, teníamos que pasar por una transitada calzada de La Habana, la Calzada de Ayestarán. Ya nos acercábamos a esa calzada cuando, de detrás de un árbol, salió un hombre rifle en mano. Es evidente que para un niño de dos años y medio esto fue un hecho muy fuerte. Lo que más claro tengo es cómo yo me abracé a llorar al muslo de mi padre porque, en mi mente, ya nos veía fusilados. El armado dijo que no podíamos seguir andando y que nos regresáramos. Otro hecho de esa expedición a “casa de los viejos” fue ver en la esquina de la Calzada de Ayestarán y la calle Desagüe un Volkswagen volcado y en fuego.

Pocos meses más tarde, habrá sido en julio o agosto, que eran los “meses oficiales de temporada de playa”, fuimos con mis padres al Vedado Tennis Club. La sociedad cubana estaba muy dividida en clases y un signo distintivo del estatuto social en el que uno se encontrara era el club al que uno pertenecía. No sé qué hacíamos en el Vedado Tennis Club, porque esa no era nuestra clase social.

Nosotros más modestamente pertenecíamos al Club Náutico con una playa bastante mala, pero con magníficas instalaciones. Lo que más me gustaba a mí del Club Náutico era la piscina, donde mis padres, después de encontrar tumbonas, se acostaban a tomar el Sol en compañía de las maravillas de cócteles que preparaba el barman de la piscina. A mí me servían Canadá Dry en copa con la consabida parafernalia que acompaña a los cócteles. Yo me sentía en la gloria, creyéndome ya un hombre “que bebía alcohol”. El tema es que en el Vedado Tennis Club lo primero que hice al ver una piscina fue tirarme al agua. Mis recuerdos están fijos en la imagen de mi padre, tirándose detrás de mí con ropa y todo para que no me ahogara. También recuerdo la buena tunda de nalgadas que recibí detrás.

Mi padre era un hombre muy bueno y solo me afligió el castigo de nalgadas dos veces en su vida. Para él era suficiente ponerme mala cara, de esas que inspiran respeto, y sentarme castigado en alguna silla.

En el cuarto y último recuerdo que quiero contarles en esta crónica ya yo era un poco mayor (unos 5 años). Los domingos nos íbamos hasta la playa de Santa Fe, adonde se habían mudado mis abuelos junto con mis tíos y mis primos de los que yo era el jefe de la pandilla. No sé por qué razón estábamos sin coche. Seguramente estaba en reparación. El mejor amigo de mi padre, de cuando eran niños, era el negro Conrado que, con el paso de los años, también fue el mecánico de los coches de la familia. Pues entre la casa de mis abuelos y la nuestra no había un bus directo y teníamos que transbordar en lo que para los habaneros se llama “la Playa de Marianao”. Allí disciplinadamente esperábamos en fila un bus que nos llevara hasta nuestra casa.

Siendo de los primeros en la fila me correspondía un asiento. Sin embargo, al irme a sentar, un negro me empujó para sentarse él. Yo vine a sentarme a las rodillas de mi padre quien me preguntó: —¿Por qué no te sentaste en aquel asiento? Yo no tuve mejor respuesta que decirle: —Aquel negro me empujó. Esa fue la única bofetada que recibí de mi padre y me dijo en voz alta para que todos en el bus escucharan: —Ese negro no. Ese señor.

Primero la nalgada en el Vedado Tennis Club y después la bofetada en el paradero de la Playa de Marianao. Esas fueron las dos únicas veces que mi padre me levantó la mano. Ambas fueron lecciones de vida que aún no he olvidado ni siquiera ahora que estoy en el otoño de mi vida. ¿Quién ahora, después de estas historias, puede alegar que una buena nalgada en el momento adecuado no es buena para la educación de los niños?

(*)Traductor, intérprete y filólogo.

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