martes , 8 octubre 2024
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Candidaturas indígenas

Rodrigo Llanes Salazar (*)

Fuente: Diario de Yucatán

En el actual proceso electoral, dos candidaturas “indígenas” han provocado controversia: la de Esteban Abraham Macari, ganadero del noreste del estado, quien fue diputado local por el X distrito (que abarca precisamente Tizimín), y la de Julián Zacarías, dos veces alcalde de Progreso.

Ambos han sido registrados como candidatos “indígenas” a diputados federales.

En su columna en este Diario, el doctor Freddy Espadas Sosa plasmó lo que muchas personas han expresado en redes sociales y charlas de sobremesa, que Macari “a todas luces no tiene nada de indígena”. Muy probablemente lo mismo podría decirse de Zacarías. Con su agudo sentido del humor, Tony Peraza, cartonista del Diario, ha señalado lo ridículo de que a dos personas que se pueden identificar con la población de descendencia libanesa sean registradas como candidatos indígenas mayas (véanse sus cartones sobre el kibi y el cero maya y el roble libanés y la ceiba).

Comparto el sentir de Freddy Espadas y Tony Peraza, pero quisiera detenerme más en el problema de las candidaturas indígenas, pues todo parece indicar que será algo con lo que la ciudadanía tendrá que lidiar no sólo en ésta, sino también en próximas elecciones.

Durante mi formación como antropólogo en la licenciatura, maestría y el doctorado, abordé en varias ocasiones el complejo tema de la identidad maya. Llamaba mi atención que muchas personas que los antropólogos llamaban “mayas” no se reconocieran como tales.

En cambio, se llamaban a sí mismos “mayeros” (si hablaban la lengua maya), “mestizos”, “milperos”, entre otros términos. Incluso, algunos antropólogos, como Manuel Gutiérrez Estévez y Peter Hervik, encontraron en sus investigaciones que muchas personas de comunidades que consideramos “mayas” afirman que los mayas son “otros”, aquellas personas del pasado que construyeron los edificios de Uxmal y Chichén Itzá.

En este contexto, me interesó conocer por qué algunas personas y colectivos que antes no se definían a sí mismos/as como “mayas” comenzaron a hacerlo. Es un fenómeno al que denominé la “mayanización de los mestizos yucatecos”, inspirado en el brillante trabajo del ya fallecido antropólogo Luis Vázquez León, “Ser indio otra vez. La purepechización de los tarascos serranos”.

En las entrevistas que hice a diversas personas mayas, encontré muchos elementos en común: historias marcadas por la discriminación y el racismo, esto es, personas que sentían humillación por el color de su piel, por su apellido o por la lengua que hablaban (ya sea la maya o el español con “acento” maya); que sentían vergüenza porque su mamá “mestiza” vestía hipil.

En algún momento de sus historias, ya sea por experiencias en escuelas o universidades, por incorporarse a instituciones dedicadas a la promoción cultural, o por su contacto con organizaciones de la sociedad civil, estas personas comenzaron a identificarse como indígenas mayas. Lo que antes era un motivo de vergüenza o de insultos —ser indígena, ser “indio”—, lo convirtieron en objeto de orgullo e incluso de reivindicación política.

Por ejemplo, algunas de estas personas participaron activamente para modificar la constitución local con el objetivo de que sean reconocidos los derechos humanos del pueblo maya. O bien, han participado enérgicamente en la defensa de las tierras, territorios y recursos naturales de sus comunidades.

Cuento todo esto porque el asunto de la “autoadscripción” indígena, esto es, definirse a sí mismo/a como indígena, no fue una cuestión de la noche a la mañana, sino un proceso de transformación identitaria en el que pesaban el colonialismo y el racismo, esto es, las creencias de que lo indígena —“la mesticita”, “el humilde”— es algo a superar, algo a dejar atrás, y que sólo la civilización maya del pasado, la que inventó el cero y construyó Kukulkán, era digna de admiración, sobre todo para el turismo.

Tanto a escala nacional como en Yucatán, diversas organizaciones civiles reclamaron en la década de los noventa del siglo pasado una mayor representación política de comunidades y pueblos indígenas. Demandaron tanto el reconocimiento a sus propias formas de gobierno —como ha sucedido en Michoacán, Chiapas y Guerrero— como a una mayor representación en los cargos por elección popular.

En este sentido, el Estado mexicano realizó reformas para el reconocimiento de distritos electorales indígenas (o con mayoría indígena). Así, a partir del proceso electoral de 2006, los distritos 1 (Valladolid), 2 (Progreso) y 5 (Ticul) de Yucatán fueron clasificados como indígenas.

No obstante, como documentó Adriana Báez Carlos, doctora en ciencia política, “la utilización de 28 distritos electorales mayoritariamente indígenas en las elecciones de 2006 y 2009 resultó un mecanismo poco efectivo para promover la representación política de las comunidades indígenas en la Cámara de Diputados”, ya que los partidos políticos no se vieron obligados a postular candidatos indígenas en esas demarcaciones.

Como consecuencia, argumenta Báez, el número de representantes indígenas que llegó a la Cámara de Diputados por esa vía fue bajo y resultó insuficiente para colocar los temas de las comunidades indígenas en la agenda legislativa.

En el caso de Yucatán, en la LX Legislatura federal (2006-2009) sólo hubo un diputado “indígena maya”, el del distrito 1, Joaquín Díaz Mena (actual contendiente por la gubernatura del estado).

Ante esta situación, las autoridades electorales incorporaron la acción afirmativa indígena en la postulación de candidaturas a diputaciones federales para el proceso electoral 2017-2019. De acuerdo con el Instituto Nacional Electoral (INE), la acción afirmativa indígena es la “medida especial, razonable, proporcional, objetiva y específica de carácter temporal aprobada por el Consejo General [del INE], que tiene como propósito revertir escenarios de desigualdad histórica y de facto que afrontan las personas indígenas en el ejercicio de sus derechos de ser votadas, y con ello, garantizarles un plano de igualdad sustantiva en el acceso a los cargos federales de elección popular”.

Ahora bien, ¿cómo definimos quién es indígena? Éste es un asunto sin duda complejo y que ha cambiado históricamente. Como nos recuerda la lingüista mixe Yásnaya Aguilar, en el censo de 1921 la categoría indígena era una categoría racial, esto es, eran indígenas quienes pertenecían a la “raza indígena” (“¿La cuarta transformación del indigenómetro?”).

Posteriormente, en la década de 1940, Alfonso Caso, la máxima autoridad de la antropología y el indigenismo en México, ofreció la definición que serviría de guía para la política indigenista: “es indio todo individuo que se siente pertenecer a una comunidad indígena; que se concibe a sí mismo como indígena”.

A pesar de la definición de Caso, en la práctica, se siguió (y sigue) asociando lo indígena con la “raza”, con ciertos rasgos físicos y tonos de piel, con ciertas indumentarias (huipil y huaraches) o con la pobreza.

En cualquier caso, como se puede apreciar, la definición de quién es indígena ha sido un asunto político, un acto de poder. Por ello, diversas organizaciones indígenas en el mundo comenzaron a reclamar como criterio fundamental el de la autoadscripción, esto es, que sea suficiente que ellas mismas se nombren indígenas.

Gracias a su activa participación en eventos nacionales e internacionales, las demandas sobre la autoadscripción fueron incorporadas en el derecho nacional e internacional. Así, el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo —uno de los principales tratados internacionales sobre derechos indígenas— y la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos reconocen que “la conciencia de su identidad indígena o tribal deberá considerarse un criterio fundamental para determinar los grupos a los que se aplican las disposiciones del presente Convenio” (esta redacción, del Convenio 169, es casi idéntica a la del Artículo 2 de la Constitución mexicana).

Como bien ha observado Yásnaya Aguilar, el asunto de la autoadscripción se vuelve complicado únicamente en el contexto de las acciones afirmativas, como las becas destinadas a personas indígenas o las acciones impulsadas por el INE para las candidaturas. Por esta razón, para evitar que una persona se autoadscriba indebidamente como indígena, las autoridades electorales exigen también la “autoadscripción calificada”, esto es, la “Conciencia de identidad indígena de una persona respaldada por elementos objetivos que deberán presentar los partidos políticos o coaliciones para solicitar el registro de una candidatura para ocupar un cargo federal de elección popular, que demuestren su vínculo con el pueblo y la comunidad indígena a la que pertenece y desea representar”.

Para lograr esto, la autoridad electoral establece que la persona que se postule debe hablar una lengua indígena o cumplir por lo menos con tres de los siguientes criterios: “a) Pertenecer a la comunidad indígena; b) Ser nativa de la comunidad indígena; c) Hablar la lengua indígena de la comunidad; d) Ser descendiente de personas indígenas de la comunidad; e) Haber desempeñado algún cargo tradicional de la comunidad; f) Haberse desempeñado como representante de la comunidad; g) Haber participado activamente en beneficio de la comunidad; h) Haber demostrado su compromiso con la comunidad; i) Haber prestado servicio comunitario; j) Haber participado en reuniones de trabajo tendentes a mejorar las instituciones o resolver conflictos en la comunidad; k) Haber sido miembro de alguna asociación indígena para mejorar o conservar sus instituciones”.

Desde luego, los lineamientos anteriores son controvertidos y han sido objeto de impugnaciones por parte de personas y colectivos indígenas. Asimismo, el tema ha sido materia de consulta a comunidades y pueblos indígenas en julio de 2022 para que sean ellas quienes decidan cómo se definirá la autoadscripción calificada. En el caso de Yucatán, participaron en la consulta 64 personas en el distrito 5, 63 en el 2, y sólo 24 en el 1.

Por no cubrir cabalmente con los lineamientos anteriores, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación negó el registro de la candidatura de Liborio Vidal, quien se postuló como candidato indígena para el distrito 1. Probablemente suceda lo mismo con los registros de Abraham y Zacarías.

En cualquier caso, lo fundamental es que la representación indígena responda a los intereses de las comunidades y pueblos y no de los partidos políticos. Esta es una discusión que debe abrirse a todas las acciones afirmativas. De otro modo, no sólo Abraham y Zacarías serían registrados como candidatos indígenas, sino que también sucedería lo propio con Kathia Bolio como candidata de la diversidad sexual y Rolando Zapata como candidato afromexicano. Las acciones afirmativas que buscan revertir la discriminación y desigualdad no pueden convertirse en nuevas cuotas en beneficio de los partidos.— Mérida, Yucatán.

rodrigo.llanes.s@gmail.com

Investigador del Cephcis-UNAM

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