Sergio Aguayo*
Fuente: Diario de Yucatán
Triste, dedico el texto a fray Miguel Concha. QEPD.
El Ejército se aferra a la añoranza de los tiempos en los cuales podía controlar los flujos de información.
El impulso afloró con la detención de Ovidio Guzmán. En la versión de los militares fue una operación exclusiva del ejército.
Es indudable su protagonismo y los buenos resultados de la operación, pero resulta contraproducente colgarse las medallas porque ha salido evidencia de la participación del Centro Nacional de Inteligencia, de la Marina y de Estados Unidos a través, por ejemplo, del Centro Regional de Fusión de Inteligencia región Pacífico y del Centro de Inteligencia de El Paso (EPIC).
Hay asuntos más trascendentes en los cuales el acaparamiento de la información tiene consecuencias graves. La infiltración criminal en el ejército, por ejemplo.
Cuando hay escándalos por militares protectores de criminales, la respuesta institucional es que se trata de individuos y no de la institución.
Mi impresión es que el grueso del ejército es honorable, pero dentro de ese sistema hay una veta de apoyo sistémico a la delincuencia. Lo verdaderamente grave es que en lugar de castigarlos se les encubre. Doy ejemplos.
En mis investigaciones sobre la historia del crimen organizado en México y Estados Unidos, encontré en los archivos de los servicios de inteligencia civiles que, a principios de los años setenta, los comandantes de las zonas militares en Chilpancingo, Chihuahua, Guadalajara y Monterrey (la lista podría crecer) organizaron escuadrones de delincuentes para ejecutar guerrilleros, extorsionar a narcotraficantes y enriquecerse.
El caso mejor documentado es el del general de división Federico Amaya Rodríguez, quien fue comandante de la XV Zona Militar en Guadalajara entre 1972 y 1976.
De acuerdo con informes muy precisos de la Dirección Federal de Seguridad, entre marzo de 1972 y julio de 1974, controló a una banda criminal que aterrorizó a la ciudad con asesinatos, secuestros y extorsiones mientras vendía drogas en la universidad local.
Las ganancias obtenidas se las repartían el general y los delincuentes. Pese a la gravedad del caso, el presidente Luis Echeverría solo ordenó la detención de los delincuentes, pero protegió al general Amaya haciéndolo senador por Nuevo León en 1976.
La impunidad incluía el lavado de expedientes. Gracias al INAI y a un forcejeo legal que duró más de un año —y en el cual colaboró Anuar Ortega—, obtuve el expediente personal del general Amaya (2,470 fojas).
Me sorprendió el silencio sobre sus actividades delincuenciales en Guadalajara; lo protegía el secretario de la Defensa, Hermenegildo Cuenca Díaz, con quien intimó durante sus años como cadetes en el Heroico Colegio Militar (1920-1922).
¿Cuántos militares han sido protegidos de esa manera? ¿Qué peso ha tenido para el empoderamiento criminal la complicidad de algunos militares? ¿Por qué recibieron impunidad los uniformados corruptos?
Lo ignoro, pero se trata de preguntas legítimas y relevantes porque el combate al virus criminal requiere entender la magnitud de la infección.
Lo anterior me conduce a la necesidad de convencer al Ejército de que lo mejor para la institución es abrazar la transparencia. En los países que aspiran a vivir en democracia, las instituciones encargadas de la seguridad deben asumir el escrutinio externo manteniendo en la secrecía los asuntos verdaderamente delicados. Una razón más práctica es que se mantendrá el escrutinio doméstico e internacional.
El caso Ayotzinapa ha demostrado que la Marina ya entendió ese principio al que el Ejército se resiste. El INAI se ha salvado de la castración cuatroteísta y seguirá insistiendo en la apertura de los archivos castrenses.
El análisis internacional se mantiene y ejemplos recientes son los reportajes de Tim Golden sobre el general Salvador Cienfuegos y de Mary Beth Sheridan sobre el almirante Marco Antonio Ortega Siu para el “New York Times” y el “Washington Post”.
Finalmente, está el monitoreo permanente hecho en México por medios de comunicación, organismos de víctimas y derechos humanos, así como académicos.
A la Sedena le conviene asumir activamente la transparencia y librarse de la añoranza de épocas irrepetibles. Es un paso necesario para cumplir con su misión en el siglo XXI: enfrentarse y derrotar a los carteles de la droga. (Colaboró Roberto Roldán Vargas).— Boston, Massachusetts.
@sergioaguayo
*Investigador y analista