jueves , 2 mayo 2024
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Rodrigo Llanes Salazar: Megaproyectos y dudas

Mirada antropológica

Rodrigo Llanes Salazar (*)

Fuente: Diario de Yucatán

Ya sea en medios de comunicación, entre organizaciones de la sociedad civil, académicos y activistas, cada vez es más común leer y escuchar sobre “megaproyectos” en Yucatán, sobre todo monocultivos —como la soya—, parques de energías renovables, granjas ganaderas y, especialmente, el Tren Maya. Pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de megaproyectos?

Empecemos por el “mega” de los megaproyectos. En su raíz griega, “mega” quiere decir “grande”, por lo que, en principio, cualquier proyecto “grande” puede ser considerado un megaproyecto. Por otro lado, como unidad de medida, “mega” refiere a un millón de unidades. En este segundo sentido, megaproyectos son aquellos que implican una inversión millonaria.

El geógrafo danés Bent Flyvbjerg, uno de los académicos más reconocidos en el estudio de megaproyectos y planeación urbana, define estos proyectos como empresas complejas, a gran escala, que usualmente cuestan millones de dólares, y cuyo desarrollo y construcción toma muchos años e involucran a múltiples actores, tanto públicos como privados. Son proyectos que están diseñados particularmente para cambiar de manera ambiciosa a la sociedad (“What you should know about megaprojects and why”, 2014). De acuerdo con Flyvbjerg y otros estudiosos del tema, los megaproyectos se han convertido en el modelo más usado para proveer bienes y servicios en diferentes sectores. Esto se debe a que los megaproyectos no solo son muy atractivos para sus promotores por razones económicas —pues les generan jugosas ganancias además de que presumen que esos proyectos generan empleo y contribuyen a la productividad—, sino también por otras razones. Además, observa Flyvbjerg, los megaproyectos son atractivos para sus promotores por razones tecnológicas, es decir, por el entusiasmo y reto que representa a sus diseñadores elaborar proyectos cada vez más grandes e innovadores y desafiar los límites de la tecnología actual. También existen razones políticas, sobre todo para los gobernantes de las sociedades que serán sede de los megaproyectos, ya que a través de ellos las autoridades pueden ganar visibilidad y presumir logros. Finalmente, también existen razones estéticas, especialmente cuando se trata de obras icónicas como el puente Golden Gate en San Francisco o la Casa de la Ópera en Sídney.

Un asunto importante cuando hablamos de megaproyectos es el problema de la definición. No todas las personas usan la palabra “megaproyecto”. Otras usan “grandes proyectos de desarrollo”, “proyectos de inversión a gran escala” o “industrias o actividades extractivas”. No todas esas expresiones son necesariamente equivalentes, aunque pueden serlo. Pero sí tienen connotaciones diferentes. Como ha observado Flyvbjerg, el uso de la palabra “megaproyectos” es relativamente reciente, pues la primera vez que el diccionario Merriam-Webster reconoce el uso del término “megaproyecto” es en 1976. Pero mucho más importante que la elección del nombre es la manera en que estos proyectos son definidos.

En Yucatán, las autoridades y el sector empresarial prefieren hablar de grandes inversiones que detonarían el desarrollo y crecimiento económico del Estado, que generarían empleos y traerían modernidad, progreso y bienestar. En cambio, suelen ser las personas y organizaciones críticas de estos proyectos quienes se refieren a ellos como “megaproyectos”, denunciando los impactos sociales y ambientales negativos que tendrían en la región.

Como han reconocido varios estudiosos, una dimensión crítica de los megaproyectos es el riesgo e incertidumbre inherente a ellos. En tanto que son planeaciones complejas y generalmente a largo plazo (incluso de décadas que superan el tiempo de vida de una persona), muchas cosas pueden salir mal en el camino. Generalmente, sufren retrasos y sobrecostos. Asimismo, sus efectos, tanto los que se consideran positivos como los negativos, son inciertos. Aunque se pueden prever, nadie tiene certeza de cuáles serán los impactos y siempre pueden ocurrir efectos no planeados. Por lo tanto, quienes lidian con estos proyectos navegan en un mar de incertidumbre.

La antropóloga Judith Bovensiepen y la ecóloga Laura Meitzner Yoder han documentado en su estudio sobre megaproyectos en Timor Oriental, que éstos pueden surtir efectos desde el diseño de los mismos, ya que la mera promesa de su desarrollo puede impactar a comunidades, sus aspiraciones y expectativas. Asimismo, registran que los contratos para usar las tierras en donde se realizarán los megaproyectos suelen provocar conflictos y desigualdad (“Introduction: The Political Dynamics and Social Effects of Megaproject Development”, 2018).

Por otra parte, me parece que lo que los antropólogos Hannah Appel, Nikhil Anand y Akhil Gupta argumentan para el caso sobre las obras de infraestructura en general resulta válido para los megaproyectos: son “formaciones políticas, estéticas, materiales y sociales densas”, que resultan fundamentales para las “experiencias de la vida cotidiana como para las expectativas del futuro” (“The Promise of Infrastructure”, 2018). De este modo, los megaproyectos no pueden entenderse de manera aislada y desde un punto de vista estrictamente “técnico” o “económico”, sino siempre de modo relacional, es decir, en relación con poblaciones, ecosistemas, normas y regulaciones, discursos, conocimientos y afectos particulares.

Otro aspecto clave para entender los megaproyectos es que estos son fenómenos también simbólicos. El antropólogo Alfons Van Marrewijk ha propuesto estudiar los símbolos, significados e interpretaciones que definen a los megaproyectos, ya que aquellos pueden decidir incluso el destino de estos proyectos.

Van Marrewijk ha estudiado particularmente el caso fallido de un tren de alta velocidad en Holanda. Originalmente, el significado dominante de este megaproyecto era el de un símbolo de la integración europea. Luego emergieron otros significados: como ejemplo de un contrato radicalmente innovador, como una intervención de los holandeses en el sector ferroviario así como una oportunidad del desarrollador —Dutch Railways— de posicionarse estratégicamente en el sector. Todas estas fueron interpretaciones positivas, pero una serie de factores condujeron a que el megaproyecto fuera concibiéndose como un proyecto fallido (“The Multivocality of Symbols: A Longitudinal Study of the Symbolic Dimensions of the High-Speed Train Megaproject (1995-2015)”, 2017). Así, nos dice Van Marrewijk, los megaproyectos pueden simbolizar los sueños de desarrollo económico y transformación social, como de decepción por ambiciones fallidas, incompetencia o desperdicio de recursos. Por lo tanto, como han señalado Appel, Anand y Gupta, los discursos, las narrativas y el lenguaje son tan importantes para los megaproyectos como el concreto, los cables o las regulaciones. Vinculado con todo lo anterior, podemos apreciar que los megaproyectos también tienen una dimensión afectiva, pues generan sentimientos de esperanza, aspiraciones de una mejor calidad de vida, para algunos, o emociones marcadas por la amenaza, por el despojo y el deterioro de las condiciones de vida, para otros.

En el campo de los derechos humanos, dos documentos han sido de gran importancia. Uno de ellos es el informe de Rodolfo Stavenhagen cuando fungió como Relator especial sobre derechos de los pueblos indígenas de la ONU, de 2003. En él abordó las consecuencias de los “proyectos de desarrollo en gran escala” —sobre todo la construcción de presas— en los derechos humanos de pueblos indígenas. Entre estas consecuencias se encuentran la pérdida de tierras y territorios tradicionales, desalojos, procesos de migración y reasentamiento de poblaciones, destrucción y contaminación del medio ambiente y daños a la salud.

El otro documento clave es el informe “Pueblos indígenas, comunidades afrodescendientes y recursos naturales: protección de derechos humanos en el contexto de actividades de extracción, explotación y desarrollo”, publicado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en 2015.

La CIDH advierte efectos muy similares a los detectados por Stavenhagen, y reconoce también “con preocupación que de forma creciente se están viendo los derechos humanos como un obstáculo para el desarrollo económico cuando en realidad son una condición para éste” (p. 19). La CIDH destaca la importancia de la participación efectiva de las comunidades afectadas, la realización de estudios de impacto socioambiental y de beneficios compartidos por el proyecto.

Desde luego, los anteriores son solo algunos de los rasgos generales, comunes, que comparten diversos megaproyectos en distintas partes del mundo. Es importante conocer dichos aspectos comunes, pero igual de relevante es analizar sus particularidades dependiendo de la naturaleza de los proyectos, las poblaciones y ecosistemas con los que se relacionan, las regulaciones y discursos en que se enmarcan y los afectos que provocan.

Como en muchos otros lugares, actualmente en Yucatán los megaproyectos son un campo de acalorada disputa. Entre las ruinas de la industria del henequén, los últimos gobiernos han prometido dar un “nuevo rostro” a Yucatán, “reindustrializar” y “transformar” al Estado mediante una serie de megaproyectos que generarían empleos y detonarían el crecimiento económico. Por otra parte, organizaciones y activistas han alzado la voz advirtiendo que el ecosistema yucateco es extremadamente vulnerable —por ejemplo, en términos de contaminación del agua— y que los megaproyectos están provocando despojo de territorios de comunidades mayas. En estas disputas —que se luchan en diversos espacios, desde medios de comunicación hasta tribunales— están en juego asuntos cruciales para Yucatán en todos los ámbitos, desde las formas de participación política hasta la salud de los seres que habitamos el Estado.

rodrigo.llanes.s@gmail.com

Investigador del Cephcis-UNAM

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