sábado , 8 noviembre 2025
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La Torre del Oro de Sevilla recuerda el esplendor pasado

Franck Fernández (*)

Fuente: Diario de Yucatán

Lamentablemente debo reconocer que no conozco Sevilla. En 1992 debí ir a trabajar en el Pabellón de España en la famosa Exposición Universal que celebraba con gran pompa el 500 aniversario de la llegada de Cristóbal Colón a tierras americanas. El destino decidió otra cosa.

Sevilla, ya en la época en que España era dueña de enormes territorios en América, tenía el monopolio del comercio con las tierras recién descubiertas. Era una ciudad extremadamente rica y cosmopolita. A pesar de las prohibiciones, muchos extranjeros lograban encontrar testaferros que dieran su nombre para operaciones comerciales propias.

Prueba del gran auge y riqueza de la ciudad, sin lugar a dudas, es la Torre del Oro. Puede inducir a error ese nombre aludiendo a toda la riqueza y oro que por ella pasó pero no es el caso. Su nombre se debe al reflejo dorado que antaño proyectaban sus azulejos sobre el agua.

La historia de esta torre comenzó antes de Colón, allá en el siglo XIII. Su construcción fue ordenada en 1220 por el gobernador almohade Abu l-Ulà, como parte del sistema defensivo del puerto islámico. La torre tenía un propósito doble: vigilar el tránsito fluvial y proteger la entrada a la ciudad mediante una gruesa cadena que se extendía desde su base hasta la orilla opuesta, donde se levantaba otra torre ya desaparecida. Entre ambas formaban una muralla flotante capaz de cerrar el paso a los navíos enemigos. Esta cadena para cerrar el canal de una vía marítima era una forma muy utilizada en la época para la defensa de los puertos.

Cuando en 1248 las tropas de Fernando III conquistaron Sevilla, la torre pasó a manos cristianas. La reconquista no alteró su destino: siguió siendo atalaya y fortín, pero con el tiempo su función se amplió. Al convertirse Sevilla en una gran metrópoli del comercio ultramarino en el siglo XVI, la Torre del Oro fue símbolo y testigo del sistema de flotas que unía a España con el Nuevo Mundo. Desde el puerto sevillano zarpaban las naves de la Casa de Contratación y, a su regreso, los galeones descargaban sus tesoros bajo la presencia imponente de la torre. Aquí, en ese tramo del Guadalquivir, se detenían los galeones procedentes de Veracruz, Cartagena o La Habana, cargados de plata mexicana, oro peruano, perlas del Caribe, azúcar, tabaco y maderas preciosas.

La llegada de las flotas era un acontecimiento que paralizaba a la ciudad. Desde los balcones y los muelles se arremolinaba la multitud para ver las velas blancas aproximarse por el meandro del río Guadalquivir. Los campanarios repicaban y los mercaderes se preparaban para un frenesí de transacciones. En ese contexto, la Torre del Oro actuaba como guardiana de la riqueza y del orden. Servía de puesto de control aduanero y de vigilancia militar. Allí se registraban los navíos, se anotaban las cargas y también se almacenaban temporalmente los metales preciosos más valiosos antes de su traslado a la Casa de la Moneda o al Alcázar.

Por los pies de esta Torre pasaron caravanas de mulas cargadas con lingotes, escribanos con pliegos de cuentas, soldados vigilantes y clérigos que bendecían la fortuna llegada del otro lado de la mar océano. Cada carga era registrada, tasada y sellada.

Con el tiempo, la riqueza que pasaba por Sevilla alcanzó proporciones fabulosas. Solo la plata americana representaba, en algunos años, hasta el 25% del ingreso real. Aquellas remesas sostenían guerras, ejércitos y la construcción de palacios, al mismo tiempo que despertaban la codicia de corsarios y potencias rivales.

A comienzos del siglo XVIII, cuando el comercio americano se abrió a otros puertos y Cádiz sustituyó a Sevilla como sede de la Casa de Contratación, la Torre del Oro perdió protagonismo. El Guadalquivir se fue enarenando y los grandes galeones ya no podían remontarlo con facilidad. La torre quedó entonces como recordatorio de una era de esplendor, solitaria frente al río, con su cúpula añadida en el  siglo XVIII.

Durante el siglo XIX estuvo a punto de ser demolida. La modernidad, con su prisa y sus nuevas ambiciones urbanas, veía en ella un vestigio inútil. Fue gracias al empeño de historiadores y ciudadanos sevillanos que se salvó de la destrucción. Restaurada a mediados del siglo XX, pasó a albergar un pequeño museo naval. Hoy, quien la visita puede contemplar mapas, instrumentos de navegación, modelos de galeones y documentos que nos cuentan sobre el tráfico marítimo de las Indias.

La Torre del Oro evoca la ambición y la fragilidad de un imperio sostenido por el mar y miles y miles de españoles que vinieron a “hacer las Américas”. Contemplar esta Torre del Oro es recordar la confluencia de la piedra islámica a la devoción cristiana y al impulso moderno del comercio. Esta es la principal razón por la que su reflejo en el agua no envejece.

El viajero que viene hoy a Sevilla tiene mucho más que ver que esta señorial Torre del Oro. Los monumentos y atracciones son numerosos. Sevilla debe visitarse en particular durante la Semana Santa, cuando las hermosas sevillanas salen a mostrar todo su garbo y belleza con sus encantadores trajes de lunares sobre caballos, sin olvidar sus maravillosas mantillas y peinetas. Venir a Sevilla es visitar su majestuosa catedral, la hermosa Plaza de España, es perderse por las callejuelas de la vieja ciudad, es entrar en los célebres bares de tapas para degustar un buen vinito de Jerez. El atento visitante, si presta atención, no dejará de escuchar el ruido de velas y jarcias que nos llega desde las orillas del Guadalquivir como lo escuchaban antaño sus habitantes.

(*)Traductor, intérprete, filólogo.

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