Denise Dresser (*)
Fuente: Diario de Yucatán
El gobierno de Claudia Sheinbaum dice que no debemos estar preocupados. Que la reforma a la Ley de Amparo no recorta derechos, solo “ordena” el sistema. Pero sí debería ser motivo de alarma una iniciativa al estilo “Totalmente Palacio”.
Pobrecito gobierno, tan asediado por ciudadanos abusivos, tan indefenso ante comunidades indígenas que defienden sus bosques, tan inerme frente a contribuyentes que reclaman por el SAT. Desvalido gobierno, que necesita limitar el amparo para protegerse de los malvados que lo usan “en exceso”.
La verdad es otra. Como advierte Santiago Aguirre en Nexos, la reforma no mata al amparo, pero sí lo reduce a su mínima expresión. Disfraza retrocesos como avances, oculta trampas en un lenguaje técnico, y termina por cercenar uno de los instrumentos más importantes para defenderse de los abusos de la autoridad.
En nombre de la “eficiencia” procesal, se restringen los derechos de quienes más necesitan defenderse. En resumen: una reforma para cerrar accesos que deberían abrirse.
El primer golpe es contra la figura del “interés legítimo”, introducida en 2011 para ampliar el alcance a la justicia. Gracias a ella, colectivos y personas que no podían probar un daño directo —pero sí una afectación real— encontraron apoyo en tribunales. Comunidades lograron frenar megaproyectos que destruían ríos y selvas, mujeres pudieron combatir normas discriminatorias, migrantes obtuvieron protección frente a vejaciones, organizaciones civiles demandaron investigaciones frente a la tortura y la desaparición forzada.
Ahora el gobierno pretende devolvernos al pasado. La trampa es evidente: si no hay una lesión directa, se cierra la rendija por donde cabía la sociedad civil. Y el objetivo es político: blindar al gobierno frente a la ciudadanía organizada. Con el pretexto de frenar el atropello del amparo por personajes como Salinas Pliego, se desampara a los demás.
El segundo retroceso está en el recorte de la suspensión como medida cautelar. Hoy, cuando una comunidad indígena enfrenta la tala ilegal en su territorio, puede pedir que se detenga la obra mientras el juez analiza el fondo. Con la reforma, esas suspensiones serán más difíciles, casi imposibles. Se favorece la continuidad de actos ilegales bajo la excusa de “no frenar al Estado”.
Y el tercer manotazo: se diluyen las consecuencias por incumplir sentencias de amparo. Si no hay presupuesto para proveer medicamentos oncológicos, la autoridad demandada puede argumentar “imposibilidad jurídica”. En la práctica, se le da al gobierno carta blanca para desobedecer fallos judiciales.
Imaginemos a una familia en Oaxaca enfrentada a un megaproyecto carretero que invade terrenos ejidales. Antes podía acudir al amparo alegando interés legítimo en defensa de la tierra colectiva. Con la reforma, se le exigirá probar una afectación directa, personal, casi individualizada.
Pensemos en una madre trabajadora a la que el SAT le congela la cuenta bancaria por un error administrativo. Antes podía suspender el acto y pelear en tribunales sin perder su salario. Ahora, con las nuevas limitaciones a la suspensión, deberá esperar meses, quizás años, mientras el dinero queda retenido.
O recordemos a los colectivos que han defendido el derecho a un medio ambiente sano, como los que frenaron obras contaminantes cerca de Monterrey. Con las nuevas reglas, esos amparos serían desechados por carecer de un beneficio “cierto, directo y no eventual”.
No describo escenarios hipotéticos: son luchas de carne y hueso que han dado sentido al amparo en la última década.
La reforma se suma a la erosión sistemática de derechos ciudadanos. Ya se vulneró el derecho a elecciones limpias debilitando al INE. Ya se lastimó el derecho a la justicia imparcial, con una elección fraudulenta que instaló a jueces acordeón. Ya se desmanteló el derecho a la transparencia con el fin del Inai.
Ahora se ataca el último resquicio: la posibilidad de que toda persona, aun sin muchos recursos, pudiera acudir al amparo. Todo para proteger al gobierno tan frágil, tan necesitado de escudos frente a ciudadanos malévolos, a los que se les había dado demasiadas armas para defenderse.
La 4T recrea un país donde se protegen más los actos del poder, que los derechos de las personas. Donde la autoridad pide comprensión porque está “sitiada”. Pobrecito gobierno. Le teme tanto a su pueblo que necesita aplastarlo.
denise.dresser@mexicofirme.com
Académica y politóloga