miércoles , 31 diciembre 2025

Bomba de profundidad 2025

Dulce María Sauri Riancho (*)

Fuente: Diario de Yucatán

Las noticias internacionales han vuelto a poner en circulación un tipo específico de armas: las bombas diseñadas para penetrar profundamente en la tierra y destruir desde dentro las estructuras más resistentes. No buscan el estruendo inmediato ni la devastación superficial. Su lógica es otra: introducirse en la profundidad, atravesar capas de protección y demoler los cimientos de instalaciones estratégicas. Cuando funcionan, el daño no siempre es visible de inmediato, pero es irreversible.

Esa imagen resulta útil para entender lo ocurrido en México durante 2025. No fue un año de estallidos espectaculares ni de rupturas abruptas. Fue, más bien, un año de decisiones cuidadosamente instrumentadas que actuaron como bombas de profundidad sobre la arquitectura institucional del país. Por eso, más que hacer un balance del año que termina, vale la pena detenerse en un solo evento, sin duda, el más trascendente por sus efectos de largo plazo sobre la vida de las personas, la justicia y la convivencia social: la reforma al Poder Judicial.

Comenzamos 2025 con una esperanza moderada. La llegada de Claudia Sheinbaum a la presidencia abría la posibilidad de una mayor serenidad en el ejercicio del poder, de un mejor control sobre la mayoría legislativa de Morena y, sobre todo, de una administración cuidadosa del legado envenenado de su antecesor. Muy pronto, esa expectativa se disipó. En sus propios términos, fue renovada la mitad del Poder Judicial federal y una parte significativa de los poderes judiciales estatales. El alcance fue desigual; el impacto, profundo.

Mucho se ha escrito sobre los problemas técnicos, jurídicos y democráticos de esta reforma. No abundaré en ellos. Prefiero centrarme en los efectos estructurales que irradiarán durante décadas, incluso generaciones, y que alteran silenciosament e la manera en que se concibe, se ejerce y se transmite la justicia en México.

La primera bomba de profundidad es el desmantelamiento del servicio profesional judicial. Durante años, el Poder Judicial construyó —con todos sus defectos— un sistema de carrera que permitía el ascenso por méritos. Desde los puestos más modestos hasta la titularidad de un juzgado o una magistratura, existía un camino institucional basado en concursos de oposición, evaluaciones periódicas y experiencia acumulada. Ese sistema ofrecía algo fundamental: horizonte de futuro.

La elección de jueces y magistrados por periodos de nueve años canceló de facto ese horizonte. Para miles de trabajadoras y trabajadores judiciales, el mensaje fue claro y devastador: el desempeño ya no importa. No hay escalera que subir, no hay expectativa de promoción, no hay incentivo institucional para la excelencia. El futuro profesional se reduce a conservar el empleo, moverse —con suerte— dentro del aparato administrativo y renunciar, en los hechos, a la aspiración de impartir justicia.

Incluso contando con vínculos políticos adecuados, el acceso a la función jurisdiccional queda supeditado a calendarios electorales inciertos. Quien aspire hoy a ser juez deberá esperar, cuando menos, hasta 2034 para competir. Antes, las oportunidades se abrían de manera regular; ahora, el mérito ha sido sustituido por la paciencia política y la cercanía con el poder. Lo que se perdió no es solo un mecanismo de promoción, sino una ética de carrera pública, una forma de transmitir conocimiento, experiencia y responsabilidad entre generaciones.

La segunda bomba de profundidad fue la cancelación de la rotación de jueces y magistrados. Al ser electos por un distrito judicial específico, en una entidad federativa determinada, las y los juzgadores quedan obligados a permanecer en ese mismo territorio durante todo el periodo de nueve años. En abstracto, la medida puede parecer irrelevante. En la realidad mexicana, es profundamente irresponsable.

Basta pensar en las y los jueces penales de entidades como Sinaloa, Michoacán, Guerrero o Sonora, donde el crimen organizado no solo opera, sino que ha construido control territorial, redes de protección y mecanismos de coacción. En esos contextos, la disyuntiva para quienes imparten justicia es brutalmente simple: plata o plomo. Al eliminar la rotación, el Estado mexicano fija a sus juzgadores, los vuelve plenamente identificables y previsibles, y les niega cualquier válvula institucional de protección. No hay traslado posible, no hay relevo, no hay movilidad como mecanismo de seguridad.

Se ha dicho que la figura de los llamados “jueces sin rostro” resolverá parte del problema. Es una ilusión peligrosa. El anonimato parcial no elimina la presión territorial, no protege a las familias y no borra la convivencia cotidiana con estructuras criminales que saben perfectamente a quién están enfrentando. La justicia no puede ejercerse bajo asedio permanente. Un Estado que coloca a sus jueces en esa situación no fortalece al Poder Judicial: lo expone y lo sacrifica.

Los efectos de esta reforma no se limitan al ámbito federal. En los estados, la llamada elección judicial operó, en los hechos, como un mecanismo de designación encubierta. En cada entidad, las candidaturas triunfadoras fueron seleccionadas por las y los gobernadores. La votación fue, en el mejor de los casos, un trámite. En algunos lugares, ni siquiera eso: si el orden en los resultados de la votación no favoreció a la persona designada, se realizaron burdas maniobras para imponerla como presidente o presidenta del tribunal, aun cuando había quedado en cuarto o sexto lugar. Pero, de una u otra forma, todas y todos entraron.

Esta situación abre otra grieta de largo plazo. Diecisiete de los gobernadores que operaron como electores reales de jueces concluirán su encargo en 2027. Sus sucesores podrán asumir, con razón, que el control político del Poder Judicial permanece en manos de la o el gobernador saliente. Tendrán entonces dos caminos: resignarse, bajar la cabeza y “aguantar”, o iniciar una cadena de presiones para forzar renuncias, aun cuando la Constitución establezca un orden de suplencias. Este punto de tensión política ha sido poco analizado, como si se asumiera que el control del Ejecutivo sobre el Poder Judicial estatal continuará sin fricciones. La experiencia reciente en varias fiscalías estatales sugiere lo contrario.

Las bombas de profundidad no hacen ruido ni tienen efecto inmediato. Sus efectos se manifiestan con el tiempo. En el caso que revisamos: sentencias más cautas, trayectorias profesionales truncadas, incentivos invertidos, jueces vulnerables y una justicia cada vez más dependiente del entorno político y territorial. Cuando el daño se vuelve visible, suele ser demasiado tarde para revertirlo.

Dicen quienes leen los números que 2026 suma uno, que es el año del comienzo, el año de la luz. Tal vez, cuando los análisis más sesudos y los pronósticos académicos resultan insuficientes; cuando la razón institucional alcanza para describir el daño pero no para corregirlo, convenga mirar hacia otros lenguajes. A veces la esperanza no nace de los diagnósticos, sino de las estrellas y de los números que rigen el Universo. Y para quienes creemos, que la voluntad de Dios sea de luz y de paz en este año que comienza.— Mérida, Yucatán

dulcesauri@gmail.com

Licenciada en Sociología con doctorado en Historia. Exgobernadora de Yucatán

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