Irving Berlín Villafaña*
Fuente: Diario de Yucatán
Falleció Gabriel Ramírez el 20 de octubre. Se fue el hombre. Ahora vivirá el mito. La carne y el hueso con todos sus ungüentos son materia del polvo y del olvido. Si la vida puede ser la mejor obra de arte, entonces lo que vivió y lo que hizo son la plataforma para su leyenda que comienza consigo mismo, sigue con el primer círculo de sus amigos, familia, ajenos cercanos y se amplía como gota tocando violenta y dulce el agua no siempre calma de México.
Dice el Dr. Luis Ramírez Carrillo que hay cuatro elementos que están presentes en su expresión plástica: “la fuerza recurrente de la infancia en su pintura; la persistente presencia de la casa familiar con la pátina y humedad de sus paredes y el color y las sombras de la luz entre las hojas de la arboleda del patio; la fuerza de la naturaleza de Mérida y del trópico; y junto a estos tres, la presencia femenina. Es verdad, Mérida y Yucatán están presentes en cada cuadro que pintó y viajaron por el mundo en cientos de exposiciones que hicieron de su nombre, uno de los más significativos de la generación de la ruptura. Gabriel Ramírez, hijo de Mérida y de Yucatán, es también el aporte de nuestro pueblo y nuestra sensibilidad a la historia del arte mexicano.
Gabriel, se sabe, no buscaba nada. No ambicionaba el poder, la gloria, el dinero, el reconocimiento, y acaso su felicidad estaba en el gozo libre y espontáneo de pintar. Pintaba simplemente para sobrevivir. Al momento de fallecer dejó una obra integrada por cerca de 400 piezas que tienen enorme precio y valor, porque representan la creación no solo de un individuo sino de un pueblo. Además de los millones de pesos que su venta significaría si terminan en los muros privados de alguna casa rica que tal vez no entienda nada de la abstracción ni del estilo personal del autor, la obra de Gabriel Ramírez es de todos nosotros, como la de García Ponce o la de Castro Pacheco.
A diferencia de estos dos autores yucatecos, (García Ponce que dejó una colección a su familia y Castro Pacheco que propició en vida la creación de una fundación que luego de tanto peregrinar logró que el Ayuntamiento de Mérida en los tiempos de Renán Barrera Concha le hiciera justicia y creara el centro cultural que lleva su nombre), Gabriel legó toda su obra a su familia, aunque por diversas razones está en posesión de manos privadas que tuvieron, incluso, la desfachatez de entrar a su casa y poner candado a su propio taller amparados por la oscuridad. Tal abuso de confianza lleva a descreer de palabras bonitas que se puedan decir. Siendo, eventualmente, el propietario distinto del posesionario, nadie puede comercializar nada de este autor sin que eso pueda ser catalogado de robo.
Más allá estos intereses privados —legítimos o no— existen los intereses patrimoniales de las obras de arte que suelen ser de la colectividad resguardados por alguna autoridad. Así como Borges solía decir “todo escritor escribe desde su patria, aun cuando no hable de ella”, Ramírez pinta desde Mérida y desde Yucatán y su obra es nuestra. Cada quien, amigos, familia, ajenos cercanos y toda nuestra sociedad, puede tomar los jirones de su mito y ampliar su leyenda. El legítimo propietario de la obra se ha decantado por la creación de un museo que mantenga nombre y la obra del autor, cosa que me parece estupenda. Lo que no se puede hacer es traicionarlo tomando esta obra para hacer dinero en negociaciones comerciales. Hacer eso sería un escándalo de proporciones nacionales.
No es un salón en el Olimpo con su nombre lo que reclama Gabriel Ramírez. Es un museo que pueda albergar su vasta obra para ser disfrutada por todos nosotros y nuestros visitantes. Su obra y su vida tienen tanto valor como precio. Pero es imprescindible que las autoridades faciliten la exhibición gratuita de su obra reconociendo que es patrimonio colectivo y no individual.
Podríamos comenzar con resguardar la exposición que está en el Olimpo, mientras se gestiona un espacio para toda su obra.
Seguir haciendo políticas culturales sin responsabilidades, sin recursos y sin imaginación es demagogia. No quisiera tener que escribir que el fantasma de la destrucción de los bienes artísticos recorre todos los órdenes de gobierno.— Mérida, Yucatán
Iberlin@prodigy.net.mx
*Antropólogo con maestría en industrias audiovisuales y doctorado en comunicación política
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